Viernes 28 de Mayo. Negocios y mentiras sobre el cambio climático

Nuevo acto de los Viernes Anarquistas a partir de las 20.30h en el local sindical (C/ Juan Bravo, 10-12). En esta ocasión es el propio Ateneo Libertario Gregorio Baticón quien ofrecerá esta charla-debate acerca de la excusa ambientalista al servicio del capitalismo mundial y como impulso a una nueva revolución tecno-industrial.

Del empleo del catastrofismo en la ideología dominante

¿Quién no ha oído hablar de «recalentamiento climático» y de los desastres consiguientes? Reportajes, programas de televisión o declaraciones políticas impactantes tienden a poner ante nuestras narices lo que será inevitable. Pero en el artículo anterior (1) he tratado de demostrar que los científicos estaban lejos de coincidir sobre el análisis, las explicaciones y las consecuencias de la situación climática, a pesar de lo que dejan creer los medios, y de que todavía quedan en suspenso numerosos interrogantes científicos y, por tanto, políticos.

Tomemos las cosas por el lado contrario, lo que no debería chocar a los partidarios del libre pensamiento. Imaginemos, incluso sin llegar a estar de acuerdo, que el «recalentamiento climático» no está probado o, si se es demasiado refractario a esta idea, que es menos amplio de lo que se dice, o que es parcial. Oiremos entonces a los medios de comunicación, los sabios -conocedores o charlatanes- y los políticos desde otro ángulo. Se preguntarán por qué hablamos todos tan doctamente y con angustia del «recalentamiento climático», por qué tienen todos interés en hacerlo. Intentadlo.

El sensacionalismo

Para imponerse en un mundo moderno en el que se mezclan a la vez racionalismo y religiosidad, ya sea antigua o nueva, escepticismo y fanatismo, revuelta y fatalismo, toda ideología de vocación hegemonista debe pegar fuerte. Recurre siempre al catastrofismo. Por eso, no duda en cultivar la más grande confusión.

En la casi totalidad de los reportajes dedicados al medio ambiente, el recalentamiento global aparece como la panacea explicativa (ese fue el caso del reciente programa televisivo francés de Yann Arthus-Bertrand, que fue visto por mucha gente). Como este fenómeno complejo y cambiante es difícil de filmar, unas imágenes a veces alejadas del tema trataban de ilustrar el asunto. Muy a menudo se veía la fotografía de un mar desecado y resquebrajado, o bien olas golpeando una costa, sin saber si se trataba realmente de un resultado del recalentamiento global o simplemente de la manifestación de un clima habitual (estación seca, estación de los tifones). Sin embargo, la imagen extrema para ilustrar algo global está en al borde del fraude. Un poco como cuando la prensa anglosajona se deleitaba con imágenes de barriadas en revuelta para afirmar que toda Francia era un hervidero…

¿La menor indundación, la menor sequía? Será en lo sucesivo debido al «calentamiento global». Prestad atención, y comprobaréis vosotros mismos igual que yo, cómo en los boletines informativos radiotelevisados, los periodistas no se complican con explicaciones sofisticadas. Por otra parte, si no lo han hecho con las revueltas callejeras, con el Oriente Próximo o con el hambre en el mundo ¿por qué iban a hacerlo con el clima? Y cuando consultan a un especialista y éste trata de matizar y precisar el análisis, le cortan y le piden que diga sí o no, que la «culpa» la tiene el recalentamiento climático. Yo lo he oído este año en la radio a propósito de las tormentas del Mediodía francés. Esas tormentas, sin embargo, proceden de un fenómeno clásico muy conocido por los geógrafos y meteorólogos con el nombre de «episodio cevenol», que no ha sido este año más intenso que otras veces.

Durante este tiempo son raros los reportajes sobre la contaminación efectiva y no fantasmal, incluyendo nuestro propio espacio, y no los dedicados a los bosques vírgenes o los casquetes polares que, desde luego, son mucho más exóticos, estéticos y glamurosos a la vista. No veréis a obreros en la miseria o casas de mierda. ¿Qué hay sobre el estado de la capa freática en Bretaña, sobre los suelos de las antiguas zonas industriales sin descontaminar, en los que los promotores construyen a mansalva, o sobre las fábricas de Toulouse y su papel carbón? Asomaros bien, no encontraréis gran cosa que llevaros a la boca. Eso vende menos y es más arriesgado que introducir al oso en los Pirineos, por no hablar de los hipopótamos en el lago Eduardo, en el Congo. Y los nitratos de las aguas bretonas no deben nada al «calentamiento global».

Mirad bien los programas de Nicolas Hulot: las imágenes son exóticas, bellas; son raros los planos de capas de petróleo abandonado o de marea negra (que tampoco son debidas al «calentamiento global» sino a la jungla capitalista que reina en el mundo de los transportes); son raros los factores científicos claramente explicados. Todo ello pasaría entre dos cortes publicitarios. La estetización de la catástrofe ¿no os recuerda algo como procedimiento? Por el contrario, el discurso -de un experto in situ o, todavía más dramático e impactante, de al voz en off del heraldo Hulot- suaviza la demostración con argumentos de autoridad.

El discurso sensacionalista y catastrofista ambiental mezcla insidiosamente las afirmaciones perentorias y la hipótesis eventual, el modo condicional y el abuso del verbo parecer, lo que le permite guardarse una salida de emergencia en caso de flagrante delito de confusión o exceso. No duda en mezclar problemas diferentes y diferentes causas en un marco apocalíptico pero confuso.

Un discurso aterrador y contraproducente

La evocación de las catástrofes medioambientales actuales, pero sobre de todo las venideras -ya que, por definición, no se pueden verificar- funciona como un espantapájaros destinado a asustar y culpabilizar a los individuos pasivos e indiferentes. Asusta a las masas del mundo pretendidamente post-industrial, estigmatizando a las masas del ex Tercer Mundo, que son juzgadas culpables de pretender incorporarse al mundo industrializado.

Teóricamente, el catastrofismo pretende, sobre todo entre algunos militantes sinceros, hacer reaccionar a los individuos. Trata de imponerse como un imperativo moral que justifica la revuelta. Ciertamente, el catastrofismo ha permitido sensibilizar a las sociedades sobre los problemas ecológicos y medioambientales, lo que ha favorecido ciertos avances. Pero ha permitido también carreras políticas, llenas de buenos sentimientos pero con resultados cuanto menos mitigados, los únicos sobre los que debemos basar nuestro juicio político.

El catastrofismo tiene sobre todo efectos contraproducentes. Refuerza el egoísmo colectivo frente a la situación presentada, como algo complejo, inevitable, temible y angustioso porque igual puede ser lejano que cercano. El individuo sigue tentado de salir a flote ya sea por medio del misticismo o «escalando». Dicho de otro modo: después de mí, el diluvio.

El catastrofismo puede también estimular un terrorismo ecologista o de acciones ejemplares destinadas a despertar a las masas «apáticas». Pero la historia bulle de ejemplos en los que esas acciones no despiertan a nadie, anulando a sus propagadores, que se encuentran solos en chirona mientras que sus últimos apoyos se desloman por sacarlos. En cuanto al terrorismo, que presupone una clandestinidad apartada del mundo, teñida de paranoia y sensible al militarismo machista, desemboca en un impasse del que el propio movimiento anarquista lleva haciendo balance desde hace al menos un siglo.

El catastrofismo legitima también dos tipos de ilusión: la de poder crear alternativas inmediatas, escapatorias dentro de una contracultura o de una contrasociedad; y la de promover un capitalismo «ético» o «equitativo». La primera es posible porque el sistema tolera espacios más o menos libres, cuando no los recupera para su beneficio. La segunda no es incongruente, porque los capitalistas no pueden cortar por mucho tiempo la rama natural sobre la que se ha instalado su beneficio. Los más conscientes de ellos -un poco como los Stiglitz o Soros, que denuncian los males de la financiación en economía- proponen soluciones quirúrgicas. Estas dos ilusiones, en principio contradictorias, se unen por el carácter mixtificador de su desarrollo.

¿Y cuando la catástrofe no existe?

Cuando, a pesar de todo, la catástrofe anunciada sólo está en sus inicios, o es menos fuerte y espectacular, el discurso pasa a la evocación sentimental de las «generaciones futuras». Actúa sobre la fibra paternalista al dejar lo que sea a nuestros sucesores, a todos los sucesores, y no sólo a «nuestros» hijos.

Pero ¿por qué no comenzar a mejorar el entorno de vida para nosotros, aquí y ahora? ¿Por qué esperar a mañana? Ese sentimentalismo calmante y bien pensante es de hecho una hábil manera de rechazar las verdaderas soluciones, las que podrían hacer bascular realmente el desorden establecido. Recordemos que fue propulsado por el seudo «comandante» Jacques-Yves Cousteau (habría que decir «capitán»), cuyas posturas filosóficas y políticas son de carácter reaccionario (2).

Cuando los individuos constaten que la catástrofe anunciada no ha sido tal, se producirá el mismo fenómeno que sucede a los niños cuando descubren que el coco de los mayores no existe. Se hacen inconscientes ante el peligro real. Se hacen pasivos, desconfiados y no comprometidos. O esquizofrénicos, como los militantes a los que el marxismo ha anunciado la pauperización de la clase obrera a medida que mejoraba el nivel de vida, incluido el de ellos…

Es «la heurística del poder» reivindicada por el filósofo Hans, que nos prometía por otra parte una «dictadura benevolente» para salvar el planeta, ni más ni menos, lo que no es ninguna novedad. Todos los dogmas, todas las iglesias, nos prometen una catástrofe: el cristianismo con el apocalipsis o el marxismo con el hundimiento del capitalismo bajo el peso de sus propias contradicciones. Nosotros seguimos esperando.

No olvidemos tampoco que el catastrofismo revolucionario, conducido en los años 1910-1920 por ciertos sectores del movimiento obrero y socialista, ha desembocado en el mito de la violencia y su utilización por el fascismo, que a su vez ha sustituido el economicismo por el psicologismo. La trayectoria del sociólogo Roberto Michels, procedente de la extrema izquierda italiana, luego admirador de Mussolini, es muy característica a este respecto, al igual que la influencia entre los nazis del ensayista Oswald Spengler, ideólogo de la decadencia occidental. Recordemos también que al día siguiente de Mayo del 68 fueron muy numerosos los que anunciaron sin ambages que la revolución estaba muy muy cerca, y que actualmente ellos mismos, a instancias de Daniel Cohn-Bendit, Serge July y otros como Philippe Sollers, se inclinan, por el contrario, aunque no menos frenéticamente, hacia la variante del aforismo TINA (There is no alternative, no hay alternativa).

Todos los dogmas, todas las iglesias, actúan con el terror, la angustia, el castigo, la parálisis, la sumisión y el control. Suponer que el miedo es el comienzo de la cordura es equivocarse, y equivocar a los demás. Es hacer caer muy bajo la ambición filosófica del ser humano, y hacer retroceder la emancipación tanto del individuo como del colectivo.

No se trata de negar la gravedad de los problemas o, por el contrario, de callarse «para no desesperar a Billancourt» (3). No se trata tampoco de decir que no importa, porque eso beneficia a los charlatanes, a los mentirosos y a los ambiciosos, los que tienen el mundo sobre las espaldas de los ingenuos.

Notas:

1.- Ver Tierra y libertad nº 222, enero 2007.

2.- Kéchichian Patrick: «La inmersión antisemita del comandante Jacques-Yves Cousteau» (Le Monde, 18 junio 1999). También se pueden evocar igualmente las posturas demagógicas radicales y malthusianas de Cousteau que trata a los pobres del Tercer mundo como lo hacía Malthus con los pobres de la Inglaterra victoriana. O incluso esta declaración de Cousteau: «Europa va a ser invadida por los musulmanes de África del Norte. No os equivoquéis: en tres generaciones (…) ya no se hablará francés, alemán, español o italiano. Se hablará árabe» (Le Quotidien de Paris, 5 junio 1991).

3.- Referencia a los industriales franceses.

Artículo de Philippe Pelletier para el periódico Tierra y Libertad nº 223 (febrero de 2007)

Salir de la versión móvil